Relato sin nombre
Espera que sean las siete en punto para levantarse. Siempre
le sucedió lo mismo, abre los ojos dos minutos antes de que suene la
alarma. Clarisa, su mujer dice que tiene
que ver con esa manía que tiene por controlar todo y que lo excede al nivel de
querer hacerlo hasta con el tiempo. A veces si está de buen humor le da risa y
le responde que no es tan así, que a pesar de su trastorno obsesivo compulsivo,
no necesita controlar hasta el tiempo. Otras cuando está cruzado y ella trae a
colación el mismo comentario le da una rabia que le trepa por el esófago y le
dan ganas de soltarle que ella lo dice porque es el desorden encarnado y nunca
fue capaz de llegar a horario a ningún lado, ni siquiera el día que ellos se
casaron.
Clarisa es desordenada, mucho. Tanto que ha sido incluso un
problema en la convivencia con Ricardo pero con algo de paciencia ambos
empezaron a poder mediar las distancias y hacerse la idea de qué cada uno tiene
lo suyo.
Cuando nació Santiago, hace unos meses el desorden se puso
peor. Entre las horas de no dormir, y la revolución que implica en la vida un
bebé el orden pasó a segundo plano y a Ricardo dejó de importarle tanto porque
entendió que la prioridad estaba en otro lado. Ahí, en esa familia que
construyen juntos todos los días a pesar de las diferencias que a veces le
parecen tantas que no entiende cómo dos personas completamente diferentes
pudieron enamorarse.
A los pocos meses de que nació Santi, Clarisa tuvo que
volver a trabajar y fue ahí que acordaron que Acoyte sería la estación del
subte de la línea A dónde se cruzarían Ricardo y Clarisa para volver a su
departamento cuando ambos salían de sus respectivos trabajos y ella retiraba a
Santi de la guardería del hospital dónde trabaja.
Ricardo, cansado de la oficina camina las cuadras que lo
separan del subte. Espera unos minutos hasta que llega y se sube en Carabobo.
Son unas pocas estaciones así que hace un esfuerzo por no dormirse. Le pesan
los parpados, le pesa un poco la vida y piensa que los cuarenta no vinieron
solos, o tal vez tiene un poco que ver con que Santi nunca se duerme temprano,
se le hace demasiado tarde y se acuesta siempre de madrugada.
Baja en Acoyte y se da cuenta que ellos todavía no llegaron.
Le da un poco de bronca porque está cansado y por qué sabe que Clarisa otra vez
se habrá quedado charlando con algún paciente que se cruzó después de un tiempo
y se le pasó la hora. Aun cuando de sus mejores virtudes es la gran capacidad
que tenía por dar amor a cualquiera que se cruzara en su vida, cuando está
cansado y solo quiere llegar a casa le molesta un poco. Espera diez minutos
sentado en uno de los bancos. La llama.
_Hola amor! ¡estoy llegando! ¡No te enojes! Me olvidé de
hacer unas cosas y se me pasó la hora- Cuando la escucha, sonríe. Porque a
pesar de todo, su voz le es cable a tierra, y se le va un poco la mufa que se
habia agarrado.
_jjaja, si yo nunca me enojo... dale te espero- le responde,
divertido.
Sabe que cuando se encuentren ella lo va cargar un rato y se
van a terminar riendo de esto. Si algo no cambio en los años que hace que están
juntos es eso. Ella con esa alma de payasa que encuentra la forma de hacerlo
reír, molestarlo un poco, y que entre risas y besos se olviden de esas cosas
chiquitas de la vida que los hacen a rozar de cuando en cuando.
Los ve bajar del subte y se les dibuja a los dos una sonrisa
enorme en la cara. Se refugian los tres en un abrazo que les saca un poco el
cansancio del día. Se saluda con un beso en la boca, y saluda a Santi con un
beso en la frente. Se durmió otra vez mientras venían viajando en el subte, si
hay algo que logra hacerlo dormir en un instante es el ronronear del motor y su
vaivén.
Se toman de la mano, comienzan a caminar el tramo que les
queda dentro de la estación. Suena el teléfono de Ricardo. Es su jefe. La oficina
es un caos como cada vez que hay que hacer un cierre de año. Harto agarra el
teléfono y responde.
Clarisa rebolea los ojos. Nunca le gustó que no pueda separa
el espacio de trabajo de la vida misma.
Responde el teléfono.
Se le hela la sangre. Lo siente sobre la espalda. Se queda
duro, y en un instante vé la mueca de horror de Clarisa. Se aferra ella con
fuerza a Santi, cierra los ojos. Grita.
_Flaco. Dame todo porque te quemo. Loca no grites que no la
contas- dice una voz como escapa del mismo infierno. Se detiene. Se le detiene
el universo entero. Se queda sin aire. Clarisa grita. Lo siente, y lo escucha.
Se rompe el espacio en dos estruendos. El calor liquido le brota del estómago.
La ve a ella, aún abrazada a su hijo. Vacía. Los ojos se le vaciaron. Santi no
llora, se le va todo. Ve la estación de apoco desdibujarse. Lo ve, a él que se
escapó del infierno y lo subió hasta la estación y piensa que rápido puede
transformarse un espacio feliz en este lugar horrible. Los azulejos y las vías
de fondo y Clarisa aún abrazada a Santi los dos ahí, en silencio, cómo si el
mundo entero se hubiera puesto en mute.
Escucha gritos. Algunos. De lejos. Ve una señora correr a su
encuentro. Todo rojo. Todo se volvió rojo. El piso, los redondeles que hay en
relieve en el cemento para marcar hasta dónde puede uno acercarse en el andén.
Era amarillo. Ahora es rojo. Todo rojo. Viene otro subte. Lo ve de lejos. La
luz lo deja ciego. Los gritos de lo ensordecen. No sabe quién grita. Sabe que
no es el.
Se despierta ahogado. No son las siete, pero se despierta
dos minutos antes. La ve a Clarisa, todavía duerme. Anoche, otra vez se
durmieron tarde. Santi no se quería dormir y ahora está tendido en la cama,
cansado. Hoy le espera uno de esos días eternos en la oficina.
Se levanta, arranca la vorágine del día, no se detiene hasta
que camina esas cuadras hasta el subte para volver a casa. Se baja en Acoyte
como siempre.
Observa los azulejos. Le gusta de esa estación como estaba
construido el techo. Le recuerda a cuando era chico y paseaba por ahí con su
mamá. Se le hizo tarde a Clarisa otra vez y le molesta un poco.
La llama.
_Hola amor! ¡Estoy llegando! ¡No te enojes! Me olvidé de
hacer unas cosas y se me pasó la hora- Cuando la escucha, sonríe. Piensa en
cómo le gusta todavía que ella siga haciendo ese juego con el de pelarlo un
poco.
La ve llegar. Baja del subte y se saludan con un beso.
Caminan de la mano tranquilos por la estación. Esta es de esas cosas de la vida
que tanto le gustan. Los instantes de felicidad en momentos cotidianos. Caminar
los tres juntos de vuelta a casa, que ella le cuente de su día.
Suena su teléfono. Es su jefe. Lo siente. En la espalda. En
el estómago. Recuerda su voz, como de lejos, y sabe que el infierno volvió a
trepar desde lo más profundo hasta la estación del subte. Rojo. Espeso. Cálido.
La ve, tendida en el piso. A un metro de distancia suyo. Vacía. Ya no habita
nada en sus ojos. Santi no llora. Dejo de llorar y sabe que no volverá a
escucharlo llorar.
El alma le escapa al cuerpo. Cierra los ojos con fuerza. Ve
un nuevo subte venir. Gritos. Se queda sordo. Todo se apaga. La estación se
desvanece y desea haberse desvanecido él también, ahí, con ellos.
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