Las cosas sin nombre
I
Las cosas sin nombre
Definirse es limitarse. Cuando uno se define establece
ciertos parámetros. Cuando no lo hace es una masa amorfa, que es todo y nada a
la vez. Para poder definirse hay que
saber dónde residen los límites de uno, y yo no tenía ni idea dónde eso
quedaba.
No sé bien
cuando empezó. A penas tengo algunos vagos recuerdos de lo que fue la adolescencia.
Tengo la fuerte sospecha que fue alrededor de los trece años pero no podría
precisarlo con exactitud. Los pocos recuerdos que tengo son precisamente los
momentos en los que el resto de las cosas se desvanecían un poco.
Recuerdo
bien esos momentos en los que pedía en el colegio para salir al baño y me
encerraba en el cubículo, respiraba hondo y trataba de no llorar. Al principio
eran pequeños, y me tranquilizaba con leer lo que había sido escrito por otros
en las puertas de esos baños.
Recuerdo la
vez que corriendo entré al último baño del primer piso, y busqué desesperada
todas las inscripciones. Ya no estaban. Habían pintado las puertas, y mi cable
a tierra había sido cortado. Me tembló el cuerpo. Sabía que no tenía más que
unos pocos minutos antes de que alguien viniera a buscarme y tener que explicar
que no podía respirar, que un cubículo me resultaba enorme y solo quería salir
corriendo.
En esos
momentos solo me podía obligar a calmarme , y ahogaba las ganas de llorar, los
nervios, los temblores. Acá no se puede estar mal. Volvía al aula y me pintaba de risas, y hacía siempre alguna
pavada distinta. Adentro del aula me vestía de payaso y ahí estaba tratando de
hacer reír a los demás. Era un curso difícil, y la mayoría del tiempo me quería
ir de ahí.
En casa las
cosas no eran muy distintas, también me quería ir. A veces hablaba de lo mal
que la pasaba, pero nunca les parecía suficiente a mis padres para cambiarme de
colegio.
Así que
simplemente aprendí a vivir con eso que no me dejaba vivir. Cuando las luces de
mi casa se apagaban, y estaba todo en silencio, el cuerpo se me contraría y no
podía parar de llorar. Nunca pude precisar exactamente qué me dolía tanto, pero
si sé que me aplastaba, si sé que no podía
parar y también que no podía
dormir. El sueño llegaba recién cuando el cuerpo se cansaba de llorar y a mi cabeza no le quedaba más
energía para nada porque la oscuridad que vivía conmigo me había consumido.
Durante
algunos años fueron más intensos que otros, y de esos momentos intensos, esos
años en los que esa oscuridad que me aplastó, se hizo fuerte solo recuerdo
aquellos momentos hundida en ella. Creo
que nunca pude ponerle nombre, principalmente porque lo naturalicé a un nivel
que creía que todos sufrimos de alguna forma en esta vida. A mí me había tocado entender de muy chica lo
fugaz de la vida humana, a otros, otras cosas. No sé muy bien cómo fue que lo naturalicé, tal
vez fue por esas veces en las que llorando le plantee a mi mamá lo sola que me
sentía en casa y ella respondió que era una desagradecida porque ella y mi papá
se la pasaban trabajando para que ni a mí, ni a mis hermanos nos falte nada, y
yo no entendí que relación lógica había entre sentirse solo y ser un
desagradecido. O la vez que intenté contarle a mi mamá que un amigo mío me
había sacado la ropa sin mi consentimiento y aunque le dije que no y que tenía
miedo de todas formas me penetro, y ella respondió que la sexualidad a veces es
difícil. Tal vez es que ella nunca pudo concentrarse en algo que no sea ella
misma por más de dos minutos, o que yo no fui capaz de encontrar la forma de
contar todo lo que me pasaba o tal vez es probable que haya sido un lugar en el
medio de todo eso. Donde los hijos no sabemos cómo hablar del dolor terrible
que nos come de a poco y de a mucho y los padres que no saben o no pueden
escuchar algunas cosas tan difíciles.
Yo se que no
fui la adolescente “tipo”, nunca fui muy convencional que digamos, pero tampoco
la vida me permitió serlo.
Entendí que significaba
morirse cuando tenía trece años, y Juan nunca volvió al club, y tampoco volví a
escucharlo reírse. Tuve que aprender a los dieciséis que hay gente que va a
decidir sobre tu vida de una forma tan violenta que puede llegar arrancártela, y Dani esa Navidad no volvió a
su casa. A los diecinueve aprendí que es tan delgada la línea que divide entre
prolongar la vida y posponer la muerte cuando quise tanto a Santi que preferí
que el cáncer se lo lleve antes de que siga sufriendo cómo lo hacía, y que el
amor nunca tiene que ser egoísta en ninguna de sus formas.
Yo no había
tenido tiempo de ocuparme por esas cosas típicas de la adolescencia porque
estaba demasiado abrumada por tanta realidad, y por si fuera poco mi prima
había intentado en reiteradas ocasiones separarse del mundo de los vivos. Cada
vez que el teléfono sonaba y mi tía del otro lado lloraba y contaba otra vez la
misma secuencia, yo me enojaba. No entendía como mi prima “nos estaba haciendo
eso”. Un día, no hace mucho, comprendí que mi prima, al igual que yo estaba
enferma de realidad, pero ella había llegado a un nivel de toxicidad tan alto
que no podía soportar estar de este lado del universo y comprendí que había
mucho en común entre querer no despertarse más e intentar hacerlo realidad. La
única diferencia entre ella y yo era que ella se había animado y yo me iba a
dormir todos los días esperando no despertarme a la mañana siguiente.
Tengo la
fuerte teoría que los temblores evolucionaron a esos pensamientos, que esa
oscuridad que la veía venir de lejos, que la sentía en el cuerpo, estaba
fuertemente conectada con eso, con pensar en no querer volver a despertarme
nunca, y lo pesada que puede volverse la realidad. Densa.
Con los años
aprendí a controlarla, y ella aprendió a escaparse de los pocos controles que
había logrado establecer, y a pesar de los años que pasé yendo al psicólogo,
jamás fui capaz de hablarlo hasta hace poco. Tanto miedo le tenía a la
oscuridad propia que nunca pude dormir en una oscuridad total hasta los veintitrés
años.
Una noche,
hace cosa de dos años, me asaltó en un boliche, y me empecé a ahogar mientras
sonaba el tema de moda y todos cantaban a los gritos. Necesitaba irme. Irme de
mi, de mi cuerpo. La tensión adentro mío aumentaba, como si hiciera fuerza
hacia adentro y al mismo tiempo hacia afuera, y el oxígeno no me entraba por
los pulmones. Me agaché y le dije a una amiga que me sentía mal. Me dieron un
vaso de agua, me senté, pero no se iba. Yo sabía que no se iba a ir. Nos terminamos
yendo. Mi amiga sabía muy bien qué me
pasaba, pero nunca dijo más al respecto que el mensaje que me mandó esa noche “si
te vuelve a pasar o te pasa seguido, solo hace falta que lo digas.” No volvimos
a tocar el tema.
Un año y
medio más tarde me encontré como en la secundaria temblando, no pudiendo
respirar en los cubículos del baño de la facultad. Me concentraba y el aire no
me pasaba, las lágrimas no paraban de caer. Me puse los auriculares y escuché
un tema que cantaban unos conocidos. Me calmé. Salí del baño, me limpié la cara
y me contemplé al espejo.
_Esto-me
dije- Se llama ansiedad, y hace casi diez años que vivimos juntas.
Nunca lo
había investigado, pero me di cuenta unos días después cuando me animé y lo google que respondía a 95% de los síntomas que
describía si no era a todos. Me había
tomado nueve años identificarlos a todos, y ponerle un nombre.
Cambié de psicóloga,
y pude empezar a hablar de todo eso que había intentado contarles fallidamente
a mis padres y tenía guardado adentro. Aprendí a identificar cómo me sentía y
cuando me sentía como. Al principio mi convivencia con la ansiedad cuando la
puse en evidencia ante Andrea se puso difícil, pasé meses sin dormir, encerrada
en baños tratando de recomponerme, yéndome temprano de la facultad (o ni
siquiera pudiendo ir) hasta que encontré la forma de vivir con ella.
Ahora que le
puse nombre, ya no paso tantas noches sin dormir.
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