Lo que no es el amor

Segunda parte de  #23: Las cosas sin nombre (para leer la primera parte hacers click acá)


    
    Lo que no es el amor
Uno configura su vida entera desde la imitación. Empezamos sin darnos cuenta de muy chiquitos. Aristóteles lo dijo, somos seres miméticos, y el aprendizaje se da por como imitamos conductas.
Hay ciertas cosas que vamos a imitar en tiempo real y otras con cierto desfasaje cuando el momento llegue, pero sin importar cuando lo pongamos en práctica ese saber aprendido se articula con otros que se aprendieron en conjunto y así todo lo que sabemos se configura de cierta forma creando una coherencia. Algo así como el sistema de signos lingüísticos  que propuso Saussure en su momento, y como todo sistema la correlación entre cada parte hace que le de sentido un “saber” a otro. Cuando un saber se corre de su definición original y vuelve a configurarse pone en crisis a todo el sistema en sí, provocando por consecuencia que todos los elementos pertenecientes a dicho sistema tengan que correrse y volver a configurarse en función de esa nueva disposición.
No estoy segura cómo fue que yo configuré una definición del amor tan retorcida. Tal vez no fue algo que aprendí por imitación pero si por consecuencia de otras cosas que coartaron ese saber imitado que alguna vez habitó en mí. O tal vez tenía que ver con que en algún momento mientras crecía y transitaba una adolescencia complicada, llena de interrogantes atravesados por un temor a la muerte inminente, que sentía que me esperaba todo el tiempo a la vuelta de la esquina. En algún momento, entre toda esa maraña que me comía la cabeza, empecé a sentir y a entender (erróneamente o no) que para las personas que tenía a mi alrededor no importaba yo como persona, que carecía de valor como tal.  No podría precisar si fue antes o después de las palpitaciones y la incapacidad de respirar, de sentir que quería salir de mi propio cuerpo. Puede que haya sido que tanto la ansiedad como un autoestima que iba en picada a dársela contra el suelo estuvieran conectados y que uno retroalimentaba al otro y se generó como una especie de círculo vicioso en el que nunca fui consiente en el que había caído. De una forma u otra, llegué a los dieciocho años con la terriblemente desacertada idea que mi carencia de valor como ser humano se extendía al nivel en el que tampoco podía decidir sobre mi propio cuerpo. Eso significó que no importaba que quería hacer yo o no con mi cuerpo, ni que cosas me daban miedo o no me sentía lista para hacer, si había un tercero que decidía qué quería no me quedaba más que hacer porque él otro era más importante.
Tardé cinco años en poder contarle a mi familia realmente qué había pasado con mi primer ex novio. Lo peor no es que tardé cinco años en contarlo, tardé cinco años en poder entender que mi cuerpo era mío y que si yo había dicho que no alcanzaba y sobraba para que tantas cosas no tuvieran que haber pasado, y que a las cosas hay que llamarlas por su nombre.
Tardé casi diez años en poder ponerle nombre a la ansiedad, después de padecerla enormemente. Tarde cinco en entender que proceder contra la voluntad de una persona, (incluso si era yo misma que pensaba y sentía que no valía ni servía para nada), que sacarle la ropa, tocarla, obligarla a que te toque, penetrarla, se llama violación, y que no tenía por qué seguir justificándolo a él.
Aunque admitirlo me termina haciendo llorar mucho y  siento como el pecho me quema, ya no me asfixia esconder las cosas que pasaron debajo de la alfombra, en placares o dónde pudiera.
Varios meses después de haberle contado esto a mi familia, fui a capaz de contárselo a la psicóloga. Ese día me dijo que iba a necesitar ir otra vez más esa semana. Cuando le conté a mi mamá no entendía porqué tenía qué hacerlo
_pero vos no lo querías a él?
_No mamá, le tenía miedo.
Ahí donde nos olvidamos de cuánto valemos, cuando creemos que el amor es un tipo de encadenamiento torcido, yo creía que quería a alguien porque pensaba que no podía vivir sin él. Lo pensaba, porque el miedo me tenía agarrada de los pies y me trepaba por el cuerpo. Me asfixiaba. Yo tenía miedo de dejarlo, porque amenazaba con quitarse la vida, porque también decía que nadie me iba a querer como él me quería. Pero sobretodo yo estaba en una desigualdad de poder en la que mi carencia de autoestima me condenó a depender de la adulación constante de un tercero, porque en esa adulación tapaba de ratos el hecho de no poder convivir conmigo misma y me convenció de qué sin eso no iba a poder seguir, porque no había ni existía nada que me pudiera hacer feliz si no era con y cómo él me quería.
Por suerte, tenía razón. Nunca más nadie me quiso cómo él. Con una mente envenenada y un espíritu enfermo.

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