Vos entendiste que yo no era perfecta, ni mucho menos. Aceptaste todo lo que era, permaneciste ahí cuando nadie más lo hizo. Me escuchaste gritar de furia, reirme a carcajadas y llorar desconsolada. Me encontraste en la más eterna oscuridad, en la claridad que cega, me encontraste siempre a mi misma, cuando quise dejar de serlo. Me hallaste a mi, y supiste respetar todo lo que soy, aún cuando hubo veces en las que arrazó con vos.
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He perdido la costumbre, casi por completo, de escribirte. Digo, porque acá estoy escribiéndote una vez más. Tal vez esta sea la última. Recuerdo agriamente el tiempo en el que escribirte era de lo que más hacía. También recuerdo el tiempo en el que no lo calificaba con ese adjetivo. Porque aún en ese momento no había sido capaz de entenderte como realmente lo eras. Un problema. Un problema arduo y largo con el que a fin de cuentas me acostumbré a convivir y naturalicé como a los vecinos molestos del piso de abajo que se quejan de los ruidos de vivir en un edificio. Un problema que vivía a sus anchas ocupando espacio en mi cabeza sin pagar ningún tipo de alquiler. Llegó el día, por suerte, en el que entendí que era hora de dejarte ir porque yo merecía mucho más que eso. Merecía más que migajas y desplantes. Merecía más que mensajes a la madrugada, encuentro furtivos, la sombra en tu vida. Merecía mucho más que ser tu shot de adrenalina. Tu secreto bien guardado, tu diferenci...
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