Adrián


_Cuando me vaya, quiero que bailes.
_¿Qué?
_Eso. Quiero que bailes.-Repitió arrastrando las últimas sílabas mientras se quedaba dormido. Hernan miró atónito a su hermano, que ya estaba inmóvil transitando otros espacios fuera de esta dimensión, y se preguntó cómo es que podía pensar e incluso decir esas cosas.
Los médicos lo habían repetido en varias ocasiones, incluso Adrián también lo había entendido. Había cosas que a veces simplemente llegan a su fin aunque parezca demasiado pronto, y aunque le parecía cruel que su hermano fuera a partir con unos cuarenta y pocos, entendía de todas formas que la muerte ante todo no tiene nada de injusticia. No discrimina y a todos les llega.   Aunque Hernán era una persona muy racional, no alcanzaba a comprender cómo su hermano había logrado ese nivel de entendimiento y aceptación para con  la idea de irse, de dejar su forma corpórea y como con tanta naturalidad había abrazado esa idea y la comprendió a un nivel más allá de todo.  En algún punto lo enojaba. Sentía que en algún nivel, su hermano se estaba rindiendo, se estaba dejando ir. Lo enojaba sobretodo porque él no imaginaba la vida lejos de su hermano, y Adrián aceptó tan livianamente la cercanía del fin, de sus caminos separándose.
Lo que Hernán no podía ver, y Adrián si era como la muerte lo asechaba, como de a ratos se asomaba al umbral de la puerta de su habitación blanca y pulcra de ese hospital en las afueras de la ciudad. A veces pasaba y se sentaba a contemplarlo. Otras simplemente vagaba por los pasillos de su piso, en el que estaban todos aquellos pacientes de alta complejidad. Había ocasiones en las que entraba a las habitaciones vecinas, y en algunas mientras las alarmas rompían el silencio y los médicos junto con las enfermeras  llevaban a cabo sus coreografías ensayadas a la velocidad de la luz, Adrián era testigo como de la mano de ella se iban y lo saludaban con una sonrisa pegada en la boca. Él también quería volver a sentir esa paz, esa que es tan única que imprime esas sonrisas tan particulares, reconocibles.
Es probable que él haya aceptado la idea por todo eso, y porque por una vez le pareció que podía ahorrarle a su hermano tener que hacer de hermano mayor, entendedor del mundo. Para que mientras Hernán lidiara con comprender como todo eso que entendía que significaba la muerte en si misma podía aplicar a su hermano y como a pesar de lo obvio, uno siempre espera que exima a nuestros  seres queridos. Así que decidió que él no se iba a hacer problema por aquello que era tan inevitable como el transcurso de la vida, que era inminente ahora más que nunca. 
Aunque Hernán trató de disimularlo, durante los meses que duró la tortura de las visitas al hospital, la interminable agonía de Adrián y su cuerpo consumiéndose por un cáncer arrasador, su mueca lo delató en cada ocasión que los médicos practicaban un poco de futurología cuando les informaban cuanto tiempo podría quedarle a Adrián de ese martirio. Uno de los últimos días lo entendió. Entendió cómo de la misma forma que los presos no pueden salir de sus recintos, y se encuentran confinados en espacios pequeños que le impiden toda libertad, su hermano estaba enjaulado a ese cuerpo que había cumplido su ciclo. Ese cuerpo que había alcanzado la obsolescencia demasiado pronto.  Ahí fue cuando comprendió que tal vez que ese cuerpo biológico concluya su función significaba que su hermano finalmente seria libre. Recordó como cuando eran pequeños corrían a toda velocidad por su cuadra, y su mamá les gritaba de la puerta de la casa que no se fueran tan lejos,  y como él se detenía en cuanto la voz de su madre sonaba, pero Adrián no, porque decía que le gustaba sentir como en viento se cortaba en su cara, y que probablemente eso era lo más parecido a la libertad. Así que perdido en sus pensamientos, ahogado en las ganas de llorar que se guardó para cuando estuviera solo, mientras estaba parado frente al cajón en donde su hermano por fin dormía tranquilo alejado de todo dolor físico perteneciente a esta vida terrenal, Hernán empezó a mover los pies lentamente, siguiendo el ritmo de la canción que los amigos de él cantaban y tocaban acompañados de unos tambores. A pesar de la escena surrealista que estaba ocurriendo ante sus ojos, y de lo alejada que se encontraba de lo que el consideraba racional, movió los pies, y bailó. Porque su hermano no le pidió solo que bailara esa noche sino que lo invitó a liberarse de todo ese dolor cuando entendió que la vida y la muerte eran parte del hecho de estar vivo.

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